Carlos Goñi sabe muy bien lo que es embarcarse en viajes de ida y vuelta. En travesías de destino incierto que siempre acaban por volver a la casilla de salida, al cálido retorno a sus raíces. Si hace años indagó en las sonoridades marroquíes ("Argán", 2011) tras aquel alto en el camino que fue su recopilatorio "Que 20 años no es nada" (2009), luego volvió a sintetizar algunas de las mejores constantes de su carrera en un álbum que es como el reverso intimista de lo que fue "Babilonia" (Warner, 2015). Era su debut en el ámbito independiente, con un trabajo autoeditado de nombre de "Capitol" (Compañía de canciones, 2016), el hotel de la Gran Vía madrileña en el que compuso la mayor parte de su contenido.
Capitol (2017) y Babilonia (2015) mostraban, con esmerada concreción y resuelta naturalidad, algunas de las mejores propiedades que han distinguido su carrera: aliento social, intimismo bien macerado y un costumbrismo urbano con nombre y apellidos, que enmarca algunas de las mejores canciones tributo que nunca ha compuesto tomando las calles de Valencia, Barcelona o Madrid como fuente de inspiración.