Anda pisando fuerte. Sus botas de cowboy suenan contra los adoquines del Centro histórico de Valencia anunciando su llegada al ‘garito’ donde hemos quedado para la entrevista. Entre cañas y cigarrillos de liar, vemos a un tipo duro, ¿un rockero famoso? , pregunta con curiosidad la camarera. Pero escondido detrás de sus gafas de sol me sorprende una mirada clara, asustadiza, vulnerable, cargada de dolor… Su voz te atrapa desde el primer momento. Es ronca, bonita, auténtica, como todo lo que respira Morondo.
Acabas de pegar un salto de gigante con ‘El fin de un continente’. Después de más de 600 canciones escritas y toda una vida coqueteando con los escenarios, te lanzas a publicar tu primer disco. ¿Por qué ahora?
Porque se lo debía, porque me lo debía. A mi la música me ha salvado la vida. Hace unos años me sacó literalmente del callejón oscuro sin salida donde me encontraba. Fue mi vía de escape cuando no había nada ni nadie que me interesara. Crecí en un pueblo pequeño de Valencia, Rotglà i Corberà, fui un niño infeliz. La música fue mi trinchera, me refugié en ella durante toda mi adolescencia. He sido siempre una persona muy introvertida, callada, que se lo guarda todo. La música fue una forma de tratar conmigo mismo y con los demás sobre esas cosas en las que no tengo un marco o un contexto donde poder explicar lo que siento.
Después resulta que lo haces bien, no se me da tan mal y a día de hoy lo tengo claro: hasta que me muera estaré haciendo música, como y de la forma que sea, pero yo se que la música va a estar presente en mi vida para siempre. Además de mi empuje y mi cabezonería, cuento con mi gente, personas como mi productor y arreglista Raúl Nacher y el equipo de la discográfica Leima que ha confiado en mí y mira… aquí estamos, metidos hasta el cuello con esta aventura.
Hablas de refugio, hablas de sufrimiento, ¿Estamos ante ‘El fin de un continente’, título de tu primer disco?
Puede sonar a catastrófico y apocalíptico pero no es estrictamente así. Es el fin de una época, pero no lo interpretes como el fin del mundo de los mayas. Para mi ‘El fin de un continente’ es el renacer, se tiene que destruir algo para que nazca algo nuevo. El disco habla de destrucción y muerte, pero de manera metafórica, porque el día que fui consciente de que iba a morir, cuando supe que la vida era finita, que esto termina algún día fue cuando salí del hoyo, me metí en el presente y empecé a aprender a vivir. Por eso en esa destrucción lo más importante fue el proceso de cambio. Un cambio a nivel personal pero también de lo que veo a mi alrededor. El tema de los refugiados, por ejemplo, millones de personas huyendo, las atrocidades que ves… Este no es el mundo que me vendieron. Europa se desgarra por dentro, se resquebraja. Esta realidad me sirvió para ponerle el nombre de ‘El fin de un continente’, que habla del cambio, del renacer, de que se acaba un continente pero viene otro.
En septiembre lanzas el single, ‘La Colmena’, un tema con el que te identificas. Es, de hecho, tu carta de presentación.
La Colmena es una canción de amor inspirada en mi musa, en mi abeja reina. Pero a la vez habla de cómo esas taras que tiene uno, cómo esos infiernos personales de uno mismo pueden poner en peligro ese amor. Es mi sino, ‘La colmena’ inspirada en el edificio color miel donde vivo, habla de cómo lucho para poder desprenderme de mis sombras y vivir en paz como una persona normal. Una lucha constante en mi vida y en mis letras, porque mi peor enemigo, mi demonio soy yo.
Unas letras que son muy personales pero con las que cualquier persona se puede identificar en un disco que es puro rock. ¿Es ese tu estilo?
Yo soy un músico de rock, es un disco de rock, pero también viajo por estilos como folk, como country o como pop… Me gusta explorar las diferentes músicas del mundo, de otras épocas, me tira la de los 70, no me gusta cerrarme a nada. Yo investigo mucho, ya lo dijo Keith Richards, ‘para ser un gran músico tienes que escuchar muchísima música’.
Te veo con una libreta y un boli, dices que todos los pensamientos que merecen la pena pasan por ellos. ¿Tu mente no descansa nunca?
Yo todo lo anoto (risas). Imagínate que hice una canción de pósits. Hubo unos años que trabajaba de noche en el puesto de ventas de frutas al por mayor de mi familia en el mercado de abastos, entonces cuando me venia una idea, una estrofa a la cabeza la apuntaba… ¡Hasta en los albaranes tengo letras! Luego llegaba a casa agotado, después de trabajar 12 horas diarias, me encerraba en casa y sin dormir me ponía a componer juntando todos esos papeles que había escrito mientras trabajaba. Ahora, años después, sigo con esa manía. Tengo mi casa llena de papeles, libretas, trozos de servilletas.
Un pueblo pequeño, una familia que te inculca el valor el trabajo y el esfuerzo en el negocio familiar, amigos que solo juegan al fútbol… ¿Cómo te influye todo este ambiente?
Ufff…, mucho. Imagínate, un chaval con 18 años que ha crecido en un pequeñito pueblo valenciano, que ha dejado los estudios y que le dice a su familia ‘mamá, quiero ser artista’. Su respuesta fue clara, tú no puedes dedicarte a tocar la guitarra, tienes que trabajar, tienes que estudiar, tienes que ser productivo, tienes que hacer algo de provecho. Mi padre tuvo que trabajar mucho porque mi abuelo se arruinó y desde bien pequeñito siempre la misma cantinela: ‘curra, estudia, curra, curra…’ Pero me rebelé, siempre supe que necesitaba algo que diera sentido a mi vida, algo que me llenara, que me estimulara. Aunque después trabajes en otra cosa, que de hecho es lo hago para poder comer, pero siempre he sido una persona que… ¡joder, a mi me quema la vida! Yo soy adicto a mi mismo, pero sin narcisismos, estoy enganchado a buscar dentro de mí, rascar y rascar en lo hondo de mí porque necesito saber quien soy yo. La música es el soporte perfecto para poder hacer ese ejercicio de introspección e investigar todo ese sufrimiento.
¿Recuerdas cuando te diste cuenta que la música iba a ser tu compañera de viaje?
Perfectamente. Nunca lo olvidaré. Fue un concierto de Dover en la Feria de Xàtiva. Tenía 12 años y fui solo, quería saber de que iba esto de los conciertos. Tengo esa imagen de estar ahí, de ver la gente con las crestas en mitad del campo de fútbol esperando a que empezaran a tocar y de repente, sonaron los primeros acordes. Todo el mundo empezó a correr, a pasarme la gente por detrás, se pusieron histéricos, no paraban de saltar. Yo no me podía mover, me quedé petrificado, clavado ahí en mitad de la nada, y dije esto es muy grande, esto se mueve. Experimentarlo fue brutal, fue algo inmenso. En ese momento, fui consciente del poder de la música.
¿Y donde está el poder de la música de Morondo?
En que mi música es auténtica, yo me considero un tipo auténtico, sin caretas ni verdades a medias. Puede que no guste o que sea muy crudo lo que digo, pero sale de mí, de mis entrañas. Yo he sido una persona infeliz. Y la música me ha traído felicidad. Ese sufrimiento, esas taras forman también mi música. Cuando pasas mucho tiempo mal en los años que te vas formando como persona, como hombre, eso deja huella. Y conforme me voy haciendo mayor me doy cuenta de las taras que se me han quedado y las cosas que voy arrastrando. La música me sirve para hacer algo productivo con ello y a la vez como terapia personal.